viernes, 25 de febrero de 2011

Ni perra ni brava



Felipe Oliver

Orfa Alarcón, Perra brava, Planeta, México, 2010, 204 p.

La violencia en general, y la narcoviolencia en particular, es un motivo recurrente de la literatura mexicana contemporánea. No es quizá la tendencia dominante ni mu­cho menos la única, como se ha preten­dido en más de una ocasión en diversas revistas literarias, gritos y reproches inclui­dos, pero es imposible negar que el narco en la actualidad ocupa un porcentaje im­portante de la producción narrativa. Por eso cuando supe de Perra brava, de Orfa Alarcón, me interesó de inmediato. Espe­cialmente porque me topé con una entusiasta reseña de Ignacio Sánchez Prado. Entre los puntos que éste destacó sobre la obra, al igual que otros críticos que se han acercado a la novela de Alarcón, qui­siera detenerme en “el enorme valor lite­rario del desenfado, de una escritura fresca y directa donde no se siente la necesidad ni de mostrar los tejidos ni de parecer pen­sado”. Justamente sobre este punto me veo obligado a discrepar. Sí, el lenguaje de Pe­rra brava no se parece en nada al de Los trabajos del Reino, de Yuri Herrera, acaso la más notable de las novelas hasta ahora escritas sobre el narcotráfico. Con Herrera, a quien el crítico cita en su reseña, encon­tramos el giro sorprendente en cada oración, la salida ingeniosa, el lenguaje manipulado hasta causar el extrañamiento que desau­tomatiza la palabra hasta volverla casi aje­na. Perra brava, por su parte, recorre el camino inverso y apuesta por un lenguaje que pretende ser espontáneo, incluso des­cuidado. Ésa es la propuesta, pero no el logro. Al contrario, si de algo peca la no­vela es de abusar de la espontaneidad. Permítanme profundizar el punto:
Abro la página 125 y me encuentro la siguiente oración: “Julio se fue y me dejó a tres Cabrones tirando hueva en el sillón”. Más adelante, “supuse que sería un solte­ro codiciado. Guapo, bien acomodado, con lana, alto, señor estilo”. Otro ejemplo, “Cuando llegué me integré inmediatamen­te a un grupito de chavos que estaban ro­lando una bacha”. Páginas más adelante, “No debía estar pendejeando tanto”. Y, por último, “Me cagaban sus juegos, sus insinuasiones no-insinuasiones, sus frases que querían decir mucho y terminaban en joterías”. Sirva este breve compendio de extractos para hacer evidente el exceso de argot. El lenguaje literario posee una regla no escrita: entre más, menos. Si el objetivo que se persigue es ser espontáneo, co­loquial, fresco, nada peor que atiborrar las páginas de jerigonza pues el “descuido” se vuelve tremendamente cuidado. Si acaso valen los símiles, sucede como el comediante que a fuerza de querer ser chis­toso todo el tiempo termina por resultar insoportable, o como el actor que representando al borracho arrastra todas las pa­labras, cabecea como papalote al aire y tropieza a cada paso.
Del mismo modo, si Alarcón pretende narrar espontáneamente, ¿por qué enton­ces se toma la molestia de traducir al lector sus propias expresiones?: “‘Pedo’ podía significar no sólo un aire, sino también pre­mura, pleito, borrachera o problema. In­cluso podía significar algo que no es lo que parece, como decir ‘puro pedo’, para in­dicar que no había nada de qué preocuparse. Irse de pedo podía ser irse rápido o irse a emborrachar.”
¿Existe acaso un lector mexicano que necesite que le aclaren los múltiples significados posibles de la palabra “pedo”? ¿Cómo puedes ser espontáneo traduciendo a la “lengua estándar” tu propio desparpajo? ¿Qué es más reflexivo que el acto de es­bozar una explicación para asegurar la ca­bal comprensión del lector? Perra brava, a su modo, constituye un claro ejemplo de lenguaje muy trabajado. Habrá que añadir, de lenguaje muy mal trabajado; ex­ceso de argot y explicaciones innecesarias, nociva combinación que automáticamente anula la búsqueda de un lenguaje llano y directo.
Por otra parte, la novela ve mermado su impacto inicial porque es imposible ne­gar que, en las primeras páginas, atrapa con escenas rápidas y de intensa violencia, por una evolución nada favorable de los personajes. El centro argumental es la rela­ción de amor entre Fernanda y Julio. La primera es “una niña bien” de Monte­rrey, estudiante universitaria que arrastra un pasado familiar traumático y, el segun­do, un poderoso narcotraficante. Esta re­lación, no es difícil comprenderlo, gira mucho más en torno al miedo, la humilla­ción y la dependencia que las víctimas del maltrato confunden con amor, que al ero­tismo o a la pasión. Guardando las debidas distancias, una relación que pone a Fer­nanda en una situación muy similar a la de las heroínas de Elena Garro, completa­mente reprimida a pesar del enorme poder que posee. Sin embargo, en algún momen­to se invierte la tortilla y Fernanda se con­vierte en la mandamás y Julio en el pelele que obedece todos sus caprichos. Hasta ahí nada del otro mundo. Las relaciones de pareja están sujetas a dichos cambios y es interesante que Orfa Alarcón se atreva a explorar esa otra posibilidad: la de la vícti­ma que deviene victimario. El problema es que en la vuelta de tuerca se desdibujan los personajes y el tono narrativo, hasta entonces de una tensión admirable, langui­dece. Es como leer dos novelas diferentes encuadernadas en un mismo volumen: un primer texto, narrado desde adentro, visceral, que tiene al miedo como punto de partida y destino de todo el ser de Fernan­da (miedo a Julio, a la violencia que la ro­dea en Monterrey, al fantasma de su padre); y una segunda novela sobre una “fresita” estúpida con mentalidad de adolescente que sólo es capaz de pensarse a sí misma con frases hechas como necesitaba “meditar y estar en paz conmigo misma” para encon­trarme y “descubrir cómo soy”. Así, lo que empieza como una novela que promete re­llenar el gran hueco de la narconarrativa mexicana al tomar a una mujer como pro­tagonista (digamos la versión nacional de Rosario Tijeras) termina como una colección de lugares comunes y frases cliché en la que sólo faltó un “no eres tú soy yo”. Dos ejemplos de este popurrí de imágenes y motivos desgastados: la heroína, Fernan­da, sentada en la sala de espera del aero­puerto, observa el ininterrumpido tránsito de pasajeros y fantasea con la posibilidad de tomar “cualquier vuelo, a cualquier ciudad” en donde nadie la conozca y empezar des­de cero una nueva vida. Y el peor de todos: Fernanda enamorada de su guardaespaldas, el Chino (extiendo al lector la dirección web de la página Tvtropes en donde aparece una enorme lista de películas, se­ries de televisión, novelas, mangas y hasta videojuegos en donde aparece este motivo: http://tvtropes.org/pmwiki/pmwiki.php/%20Main/BodyguardCrush).
De igual modo, en el nuevo escenario amoroso que ensaya la obra, Julio se des­vanece y el texto pierde fuerza e interés. El miedo, elemento al que el autor implícito se encomienda, encarnado esencial más no exclusivamente en Julio, pierde su potencial como núcleo de cohesión y la novela muere de nada. Algo así como si a la mi­tad de la Fiesta del Chivo, de Vargas Llosa, Trujillo se volviera bueno y los dominica­nos dejaran de temerle.
No todo está perdido: en algún momen­to, Perra brava logra atrapar al lector y consigue al menos un par de escenas fuer­tes, atractivas y bien narradas. No es un secreto que la narconarrativa tiende a des­cribir el mundo desde espacios interiores; el palacio del rey en Los trabajos del Reino; la casona en Fiesta en la madriguera, en el caso mexicano; el hospital, en Rosario Tije­ras, o el cuarto de hotel en Delirio, en lo que a Colombia respecta. Orfa Alarcón da un paso más lejos, o mejor dicho hacia aden­tro, y escoge el más íntimo y céntrico de los espacios: el cuerpo. En efecto, Perra bra­va pone especial énfasis en experiencias corpóreas como la delgada línea que, en el contacto sexual, separa el erotismo de la dominación o incluso de la violación, la exa­cerbada repulsión que la heroína siente ha­cia la sangre, los efectos paralizantes de la depresión, el contraste entre la descomunal fuerza de Julio frente a la fragilidad de Fernanda. Ése es el acierto. Sin embar­go faltó sostener el aliento y no perder el tono y, sobre todo, moderar el uso del ar­got y los lugares comunes.

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